miércoles, octubre 11, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (28): Hambruna

La URSS, y su puta madreCasi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 



Stalin, en realidad, necesitaba esa teoría para explicar por qué en el Cáucaso septentrional y en Ucrania hubo en 1932 un auténtico rosario de revueltas campesinas, si resulta que la colectivización era el compendio de todo Bien sin mezcla de Mal alguno. En aquel entonces, Kaganovitch, por ejemplo, hizo un raro viaje a la ciudad de Krasnobar, en el Cáucaso septentrional. Teóricamente iba a resolver algunos asuntillos; pero parece que la razón real de su viaje fue una huelga general monstruo de los cosacos de la región de Kuban (o sea, los cosacos kubanos, aaaassucar) que se negaban a cultivar su tierra. El tema terminó con el exilio de toda la comunidad a Siberia, aunque no se sabe de ninguna organización de memoria histórica ni democrática ni dictatorial que se acuerde de ellos. Pero, bueno, que quince poblaciones cosacas tuvieron mejor suerte y no fueron exiliadas; sólo fueron castigadas con la detención total de la fabricación de manufacturas en su entorno, el cierre de todas las tiendas, el cobro inmediato de todos los impuestos y el adelanto de la ejecución de todos los préstamos (ese tipo de cosas que según los comunistas sólo hace el Estado de Israel). La mitad de los cuadros comunistas de Kuban fue purgado, y no precisamente con Fave de Fuca. Kaganovitch, solo o en compañía de Molotov, repitió la jugada en Ucrania y en la región del Don. Stalin, asimismo, se podría decir que militarizó, aunque en realidad lo que hizo fue “policializar”, la administración, tanto de las propias granjas como de las unidades que había creado para fabricar y distribuir maquinaria agrícola. Estas unidades fueron colocadas bajo la gestión de unos órganos de nueva creación, a cuyo frente siempre estaba un miembro de la OGPU; un miembro de la policía política, pues. Estas unidades, llamadas “secciones políticas”, fueron el principio del fin del PCUS como una institución dominada por los políticos, por así decirlo; a partir de entonces, los que verdaderamente cortaban en bacalao eran los polis.

Sólo a mediados de 1933 se sintió Stalin lo suficientemente seguro como para emitir una instrucción oficial en la que ordenaba levantar el pie del acelerador y, consecuentemente, del cuello del soviético rural. Esta instrucción, normalmente conocida como la instrucción Stalin-Molotov, ordenaba la inmediata cesación de las deportaciones en masa, y suele ser citada por algunos estalinistas como prueba de que aquéllos a los que Iosif no nos cae demasiado bien no hacemos más que decir que era malo cuando era muy, muy bueno. Es un argumento de poca eficiencia, la verdad. Para parar algo, antes tienes que haberlo puesto en marcha.

Incluso Iosif Vissaroniovitch Dzughasvili, que era un señor al que todo el resto de la Humanidad se le daba una higa, tenía razones de gran poder para emitir aquella instrucción; razones que no tienen nada que ver con el humanitarismo. A Stalin, igual que a su antecesor Lenin e igual que a otros longevos dictadores de la Historia, como el general Franco, todo lo que le importaba era obtener y conservar el poder. Todo lo leía en términos de “cosa que me puede ayudar a ser el más poderoso” o “cosa que puede poner en peligro mi poder omnímodo”. La primavera de 1933 era de esta última categoría; amenazaba con cargarse el momio de la URSS a causa de la profunda y cruel hambruna que la colectivización había provocado en muchas zonas rurales.

Los ciudadanos soviéticos con memoria aprendieron a llamar a aquel año “Hambre 33”. A todos ellos (bueno, a todos no: los jefes y soldados mafiosos de la Mafia PCUS siguieron viendo fluir sus economatos, su vodka y sus putas; eso sí, las putas estaban más delgadas); a todos ellos, digo, se les quedó grabada la mucha nesecidá que pasaron aquel año. En realidad, fueron tres años, pues en 1932 hubo ya zonas que empezaron a pasarlo mal, y en 1934 fueron muchas las que siguieron jodidas.

Las principales zonas donde la hambruna se presentó fueron aquellas zonas cerealeras donde la colectivización había ido a toda hostia. Hablamos de Ucrania, el Cáucaso septentrional, el Bajo y Medio Volga, Kazajstán, los Urales meridionales, Kursk, Tambov, Vologda y Arcángel. De todas ellas, la peor suerte la corrió Ucrania, porque era la que tenía un campesinado más renuente a cumplir las instrucciones de Moscú.

La cosa es que lo que realmente le preocupaba a Stalin era la industrialización. Para industrializar la URSS, necesitaba bienes de equipo. Para tener bienes de equipo, necesitaba importarlos. Para importarlos, necesitaba tener divisas. Y para tener divisas, necesitaba exportar lo que tenía que era, fundamentalmente, grano. De esta manera, todo el grano que fueron capaces de producir unas granjas colectivas explotadas por agricultores desganados, gestionados por policías secretas y burócratas ignorantes, se exportaba. Literalmente, los agricultores fueron dejados sin nada que comer. Viktor Andreyevitch Kravchenko, un disidente ucraniano que escribiría un libro sobre su experiencia soviética que fue mordazmente atacado por la intelectualidad occidental porque por lo visto se lo estaba inventando todo (todo lo que luego se ha comprobado que era verdad, quiero decir), describe en sus escritos a los campesinos ucranianos hirviendo la mierda que había cagado su ganado, con la esperanza de que quedase dentro algún grano entero que pudieran llevarse a la boca (sí: comían granos arrancados a la mierda).

El problema, en todo caso, era que la producción estaba gripada. En 1931, la URSS había exportado 5,2 millones de toneladas de grano; pero esta cifra en 1934 no alcanzó ni el millón. Para colmo, la Gran Depresión había tumbado los precios internacionales del grano. Pero el problema fundamental, como siempre con el comunismo, era el sistema en sí. Dueño ahora de casi toda la tierra y de lo que producía, el Estado reclamaba de los agricultores toda su producción; y lo hacía, además, a los precios que le salía de los huevos que, en realidad, eran un 14% de lo que habían sido; aunque fueron progresivamente incrementados, no sobrepasaron el 40%.

La cosecha total de grano en la URSS de 1932 fue de 69,9 millones de toneladas; pero buena parte de la misma nunca fue acopiada. Los campesinos, aprendiendo de 1931 que Moscú se iba a llevar todo el grano, comenzaron a evadir el trabajo en las granjas colectivas por todos los medios posibles. Y llegó, además, el fraude, conocido como “de los barberos”. Los barberos eran, en realidad, barberas, pues eran mayoritariamente mujeres. Recorrían los campos de cereal en la noche cortando las espigas con tijeras. Todo ese grano era transportado a poquitos, en bolsillos, en pequeños compartimentos, por los llamados “transportistas” (hoy llamados "mulas").

El fraude rural llegó a tal nivel que el 7 de agosto de 1932 se publicó un decreto, escrito de su puño y letra por el propio Stalin, que prescribía la pena de muerte o, en el mejor de los casos, diez años de privación de libertad, para el delito de robar activos propiedad de las granjas colectivas, sin posibilidad de amnistía (con permiso de Conde Pumpido, eso sí). La ley fue conocida como “la ley de las cinco espigas”, pues, de forma totalmente buscada, el decreto no fijaba ninguna cantidad mínima para ser reo de penas tan duras, por lo que se asumió que el mero robo de cinco espigas podría suponer la muerte.

En las grandes zonas cerealeras de la URSS, Ucrania, Cáucaso, Volga, las granjas colectivas incumplieron los objetivos de entrega de grano del 32. El 7 de diciembre, de 1932, Stalin, cuando fue informado de que en Dniepropetrovsk los mandos comunistas estaban permitiendo a los agricultores guardar parte del grano y de las semillas, redactó una circular exigiendo su encarcelamiento inmediato, y anunció que todos los “saboteadores” de las provisiones de grano serían tratados igual: ahí empezó la hambruna.

En Europa occidental hubo grupos que trataron de organizar algún tipo de ayuda para los agricultores que pasaban hambre; pero Stalin no dejó llegar ni una pistola de pan, pues negó tajantemente que el hambre se estuviese produciendo (y no mentía: ni un solo dirigente comunista pasaba hambre, ni la pasó nunca). La hambruna en las repúblicas periféricas de la URSS fue la madre de una medida que permanecería vigente desde entonces hasta el final de la URSS: la prohibición a los periodistas extranjeros de viajar fuera de Moscú por propia iniciativa, dado que ahora necesitarían una autorización expresa del Comisariado de Asuntos Exteriores (que, lógicamente, les mandaba donde todo estaba preparado para demostrar que los perros se ataban con longanizas; teórica que muchos de esos periodistas estaban encantados de comprar para contársela a sus Newtral de turno). La sección de Prensa del Comisariado estaba entonces en manos de Konstantin Alexandrovitch Umansky y, como digo, en el fondo no estaba solo en su cruzada por la verdad (ejem...) Walter Duranty, un nota de cojones que era el corresponsal de The New York Times y, sobre todo, el amiguito personal de Stalin, Louis Fisher, escribieron crónicas desde Moscú (Fisher luego dio conferencias en los Estados Unidos) diseñadas para desmentir a aquellos de sus compañeros que conseguían encontrar datos y escribir algo sobre la hambruna real que se estaba produciendo. Duranty incluso era el decano de la prensa extranjera en Moscú. Así pues, si eres de esas personas a las que les ha dado por desconfiar de la Prensa en los últimos cinco o diez años, que sepas que eres un lerdo: la Prensa siempre ha sido como es.

El escritor Fedor Belov, autor de una Historia de la colectivización soviética, otro peligroso mentiroso como Kravchenko, ha dejado escrito de la Holodomor ucraniana: “los agricultores se comían a los perros, a los caballos, las patadas podridas, la corteza de los árboles, la hierba; los incidentes de canibalismo no fueron infrecuentes”. Fred Beal, un dirigente sindical estadounidense que había buscado refugio en la URSS por una condena en casa y que residía en Jarkov, entonces la capital de Ucrania, hizo una visita a una aldea llamada Chekhuyev, donde sólo encontró una persona viva: una mujer enloquecida. En las casas vio los cadáveres de sus habitantes, que lógicamente se estaban comiendo las ratas. En una de las tumbas de los que habían sido enterrados leyó una lápida que decía: “Amo a Stalin; entiérrenlo aquí lo antes posible”.

Beal trabajaba en una gran planta de fabricación de tractores en Jarkov, y acabó visitando al dirigente comunista ucraniano Grigori Ivanovitch Petrovski para decirle que sus compañeros de la fábrica estaban inquietos por las noticias que se filtraban de que sus compatriotas estaban muriendo en el campo a millones. Petrovski le contestó: “es cierto; sabemos que están muriendo a millones. Pero no les digas nada, porque todo es por el glorioso futuro de la Unión Soviética”.

Y se fue, supongo, a mamarse de vodka y meter la cara de una puta entre sus piernas.

Aparte de la anécdota de Petrovski, quien hablaba con alguien de confianza y lo mismo ya estaba medio mamado, la reacción oficial del régimen con la hambruna, obviamente, fue negarlo todo. Negación que convenció a muchos en occidente e, incluso, les sigue convenciendo. En diciembre de 1933, el jefe del Estado formal de la URSS, Kalinin, se dirigió al Comité Ejecutivo del Soviet Supremo y les dijo: “Sólo los impostores políticos hablan del hambre en Ucrania. Sólo las clases extractivas y degradadas pueden inventar una mentira así”. Eduard Herriot, el jefe de filas del Partido Radical francés, estuvo en Odessa en todo lo gordo de la Holodomor; pero estuvo tan rodeado por funcionarios soviéticos en todo momento que hubo de confesar que ni siquiera había visto a una persona delgada. Tiempo antes, uno de los más dedicados soplapollas de la causa soviética en occidente, George Bernard Shaw, había estado en la URSS, de cuchipanda en cuchipanda; por lo que se pasó los meses siguientes escribiendo y hablando en tono jocoso de los mierdas que decían que la URSS se pasaba hambre.

En episodios que conocemos sólo de forma esquemática e incompleta, los campesinos hambrientos formaron falanges de zombies que se acercaron por las ciudades, suplicando por un trozo de pan. En Jarkov, rodearon la fábrica de tractores donde curraba Beal. Fueron expulsados por la policía, aunque muchos de ellos murieron en las calles. En realidad, con el tiempo en muchas ciudades de la URSS, quizá con la excepción de Moscú, Leningrado y alguna otra, los ciudadanos tuvieron que vivir con comida racionada.

Según le contó un tal Demchenko a Anastas Mikoyan en aquellos tiempos, un tren que había hecho el trayecto desde Poltava hasta Kiev había llegado a la estación término repleto de gente, pero sin más persona viva que el maquinista; todo a lo largo del trayecto, le habían ido cargando cuerpos de gente muerta de hambre. Sin embargo, nada de eso cambió el punto de vista de Stalin. Un tal Roman Terekhov tuvo la presencia de ánimo para intervenir en una sesión del Politburo para denunciar la situación en Ucrania. Fue interrumpido por Stalin, quien le dijo: “camarada Terekhov, ya sabíamos que eras un buen orador, pero ahora también sabemos que eres un excelente cuentacuentos”. A continuación, le invitó a abandonar su puesto en el Comité Central del Partido en Ucrania y unirse al Sindicato de Escritores. Hubo algunos otros valientes. Milhail Alexandrovitch Sholokhov era un escritor comunista (ganó el Nobel en 1965 pero, bueno, considerando los premiados de mierda de esta distinción, esto tampoco significa mucho en sí mismo) que había escrito una novela, Campos roturados, que era una cerrada defensa de la colectivización, permitida expresamente por Stalin. Le escribió una carta a Stalin invitándole a investigar las prácticas de las autoridades que se llevaban el grano de las granjas.

3 comentarios:

  1. Lo "gracioso" del caso de Fisher es que precisamente en 1945 se decepcionó del comunismo, que ya son ganas de ir contra corriente (Ignoro que le hizo cambiar a esas alturas que ya se había tragado carros y carretas) y prácticamente reconoció haber sabido de la hambruna en su artículo para "El dios que falló"

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    1. Fíjate en el índice de posts. Te has adelantado dos :-D

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    2. Cierto, pero me parece que tu también te has pasado en uno porque imagino que querías responder a lo de la servidumbre, no a lo de Fisher. ;-D

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